Vestida de corto, Marie Gauthier



Primer despertar a la vida, el despertar físico, que va de la mano del afectivo. Lo profundo es la piel. Ya vendrán otros. El león ruge y va descubriendo, antes que sus dominios, su anhelo más puro. Su incontenible necesidad, de qué. Lejos quedan aún el camello y el niño.

Incluso en lo afectivo (más que nada en lo afectivo) se es primerizo. No es para menos, tiene lugar la puesta de largo en la existencia. El primer encuentro con el otro es siempre una fractura. La fascinación precede al amor, la anuncia aunque también lo malogra. Este, si se aprende, se aprende tarde y mal.

Félix, el Chico, está creciendo, está perdiendo inocencia y ganando mundo. Es un rito de paso. Lo intuye: antes de reapropiarse el cuerpo, hay que perderlo. Entregarlo. Y para descubrir el mundo, su inmensidad irremediable, necesitamos una adoración, un impulso. Esa es Gil, Gilberte, mano que guía hacia el abismo que es.

Inmerso en ese océano de nuevos significados, uno se cree singular, fundador, adánico. Y, en cierta forma, lo es, pues la aventura de la existencia se recrea en él. Por sus venas late el misterio. El mundo lo ha escogido, a él, para reafirmarse. Ese es el rito de paso. Que la herida propia sea la herida del mundo.

Este libro nos recuerda que el primer contacto con el mundo exige siempre escindirnos del mundo. Fracturarnos. Y que la unión y la separación son la misma cosa.


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