Los días perfectos, Jacobo Bergareche


El amor, la sacudida, nos convierte por un tiempo (el amor intempestivo, un tiempo de intemperie) en espectadores privilegiados de nosotros mismos. En analistas furibundos de aquello que nos sucede y que atrapa nuestra atención poderosamente, creyendo a ciegas en la singularidad, la exclusividad y la dolorosa trascendencia de algo que podría ser solo residual, una ideación, una trampa que nos permita, precisamente, mirarnos y testificar a nuestro favor, juzgar y padecer a un tiempo ese carácter intempestivo que asociamos con la vida plena. Es decir, salir de nosotros, al menos por un instante. Tomar vista de pájaro. Desconocernos.

«Llega un punto en la vida en el que solo con los desconocidos se puede hablar, sin temor a asustarles ni a decepcionarles, de nuestros deseos ocultos, de aquello en lo que hemos dejado de creer, de aquello que ya no queremos ser y de aquello en lo que empezamos a convertirnos».

Los días perfectos, al menos en su primera parte, apela directamente al corazón. No en un sentido cursi y predecible –con el que juega conscientemente como quien se asoma a un precipicio–, sino con esa máxima platónica de que amar es recordar. Las resonancias cordiales que sirven de gong unificador: la mente y las vísceras cobran sentido en el espíritu renovado, reunificado. El cambio interior se basa aquí en la concepción del amor como vía de conocimiento. 

Así sucede con las cartas de amor extraconyugal de William Faulkner, Bill, (uno siempre necesita un maestro para empezar a andar) que tienen su eco en la larga, entusiasta y finalmente resignada carta de amor extraconyugal de Luis, nuestro protagonista, a Camila, una mexicana con la que vive un nuevo y fugaz despertar a la vida que lo deja marcado, como si le hubieran atravesado el pecho con una espada. El cambio, pues, tiene casi un valor de conversión. O de re-conversión, que es el estado más elevado del espíritu de nuevo puesto en marcha. En circulación, que, como veremos, acaba siendo circularidad.

Jacobo Bergareche nos invita, igual que a Luis le ocurrió con Faulkner, a recobrar una emoción olvidada, a re-vivir, es decir, a volver a la vida desde una nueva perspectiva, primero más profunda, fascinada y en parte dolorosa, después conformista, resignada. Empieza siendo un camino espiritual que se aborda desde lo concreto, desde los pequeños hallazgos de lo cotidiano revelado, recordando que el milagro existe y que solo requiere atención y confianza. Y, claro, un poco de azar. El milagro de amar y sentirse amado, no como fin en sí mismo, sino como indicio de un camino por recorrer, el camino de la plenitud que de pronto se descubre vacío, incompleto, a la espera de que demos un nuevo primer paso y que inexorablemente regresará a ese vacío pero, ahora sí, esperanzado. 

Debemos creer en el misterio, en la revelación, en el amor hecho de pequeñas costuras entre el pasado, el presente y el futuro, entre lo que fuimos, lo que somos y lo que seremos. Una pasión que cosa nuestro ser en una unidad redescubierta. Jacobo Bergareche tiene la amabilidad de traernos una muestra que resulta impagable de otro modo que no sea otorgándole nuestra atención y nuestra confianza. 

La extensa primera carta de amor a Camila parece transmitirnos un mensaje de esperanza: que uno ama al mundo a través del prójimo y al prójimo como máximo exponente del mundo. Con nuevos ojos para mirar el mundo, que ahora tiene nuevos significados. Sin embargo, a esta primera carta le sigue una segunda que viene a ser su reverso, o incluso el reverso a esa esperanza: una reflexión en crudo sobre la vida en pareja, el matrimonio, en la línea realista y hastiada de La edad del desconsuelo. La carta a Paula, su mujer, como desahogo y como tímido intento de reconstrucción.

A lo largo de esta segunda carta, con otro tono y otro Luis, se nos plantea una duda: si la fascinación era la consecuencia lógica, inevitable, previsible, y por tanto artificiosa, al estado de frustración y cansancio, al tedio de vivir que Luis padece como una crisis ambientada en lo marital pero con resonancias más amplias. Si la necesidad de un nuevo apasionamiento, de una nueva mirada prestada y de una resignificación del mundo desde la ruptura con el presente; si todo esto no es una huida hacia delante que delata la incapacidad de vivir una vida plena desde dentro, de no haber dado respuesta aún a la pregunta ‘¿quién soy yo?’, de ni siquiera haberla formulado, instaurado en un mecanicismo invisible pero demoledor. Es decir, plantearse esa pregunta erróneamente desde lo que está fuera de nosotros: o bien desde una larga vida de pareja, con hijos y rutina de domingos, o bien desde una aventura totalizadora, volcánica, revitalizante, que dé apariencia de haber recuperado una libertad que no sabría definir sin los viejos mecanicismos.

Un vacío que intenta distraer con la promesa de más vacío (el estímulo de una relación adúltera) o maquillándolo (dar un nuevo impulso a la antigua relación). Dos formas de andar hacia atrás, de tirar a fallar en una diana imaginaria. Ni con la mente ni con lo sentimental ocurrirá la verdadera liberación. Luis ha perdido algo que nunca ha tenido. Ese algo es lo que se destapa aquí como motor en la sombra de un complejo sistema de resistencias y magnetismos, de deseos y decepciones. El día perfecto es una desviación, un rodeo, un truco que, pasado el efecto, encadena a vivir de la nostalgia o del anhelo. Es decir, a no vivir.

La vía de escape de lo que se percibe anodino debe ser su contrario: lo diferente, lo nuevo, la locura, lo casi estrafalario. Pero el sistema permanece, es el mismo, por lo que en realidad no cambia nada. En este sentido, Los días perfectos constituye una buena radiografía del espíritu de nuestro tiempo, donde al menos identificar nuestros males sea ya de por sí un principio de salvación. Y Luis es una gran ejemplo de cierto individualismo ególatra e inconsciente, una unidireccionalidad expresada en lo narrativo con el rigor epistolar de la primera persona (solo tenemos su perspectiva) que pre-supone todo lo que piensa(n) ella(s). Alguien cansado de la vida y por ello ansioso de novedad, de convertir la vida en una fiesta para que tenga sentido, para que merezca la pena.

Los días perfectos es la confesión de Luis, un hombre en crisis, un hombre solo que no sabe qué hacer con su soledad. Un hombre que necesita convertir (y justificar de este modo) su vida en una estampa, en una travesura de Nouvelle vague (el culturalismo también mata); algo por cierto muy de red social incluso antes de que existieran, quizás el exhibicionismo desesperado de nuestros días no es nada nuevo: sentimos la urgencia de vivir solo para convencernos de que estamos vivos. Por ello inmortalizamos el momento, tratamos de hacerlo memorable, bajo la amenaza de que, de lo contrario, volveremos a fracasar.

El intento de escapada, también el intento de reconstruir la antigua vida, la del tedio, son actos imitativos de una vida impostada, prefabricada. Literalmente, pues se toma de modelo a Faulkner, pero también en abstracto, pues la imitación manifiesta falta de espontaneidad y de creatividad. A Luis le falta algo que desconoce. No sabe que la libertad debe de ser interior y que por tanto es imposible conquistarla a través de la ansiedad, de la frustración o del anhelo de abandonar el tedio. Eso, que genera más cadenas, es un nuevo espejismo de plenitud, justamente algo parecido a lo que nos dan las redes sociales.


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