Malacara, Guillermo Fadaneli


Con Montaigne o con Javier Ibarra, Orlando Malacara bien podría enunciar así, de esta forma tan aforística y tan respetuosa con la tradición, su verdad: el mensaje soy yo. Y eso pese a que en las primeras páginas nos pone sobre aviso con su elogio a la mentira: «como he dejado de mentir es casi seguro que me haya alejado para siempre de la verdad». Estoy dispuesto a todo, cabría oírle, incluso a decir la verdad. Una verdad mustia, frívola y desapasionada, tanto que desemboca en ese extraño tipo de pasión que entretiene mientras zozobra y nosotros con él. Docere et delectare. Un proceso de hermanamiento por la vía del descalabro multiorgánico: del desorden social al emocional, del desafecto familiar al existencial. Hermanarse con el otro es fácil, incluso saludable, cuando hay trazabilidad de un fracaso compartido, como comerse un yogur a medias. Este hombre un poco derrotado y un poco esperanzado que es Orlando Malacara libra un desigual combate con el mundo que adquiere proporciones ridículas, y eso es lo que lo hace épico. Su ejemplaridad quijotesca, su condición de basurero verbal del inadaptado que apuesta por sí mismo contra todo pronóstico. En lo literario, Orlando Malacara se postula como hijo legítimo de otro descosido, Ignatius Farray, de quien hereda mohínes, tics y asperezas.

Que Fadanelli no termine de ser un escritor genial es precisamente lo que le hace genial. No es la coherencia consigo mismo (escritor derrotado para hablar de la derrota), es ese ir a ras de suelo, un sincero antiheroísmo sin ínfulas ni impostación: no hay grandilocuencia en su modo de fracasar, el suyo es, o debería ser, un fracaso genuino. Esto podría confundir si pensamos en ese inaugural elogio a la mentira, pero no olvidemos la máxima pessoana sobre el fingidor, aplicable aquí en pos de una verdad sin fatuas concesiones al palmoteo. Y no olvidemos la modesta pero apreciable paranoia que rige los movimientos de Orlando: manía persecutoria y voyeurismo lo hacen un ser de difícil encaje, incluso para sí mismo, por más que se muestre bien convencido, casi galanteado, de sus propias idioteces, esas que son la sal de la vida.

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