Diario de una ninfómana, Valérie Tasso


Llego aquí rebotado, catapultado en filigrana lírica hacia un fondo marino de aguas resacosas. Hacia el rostro feroz del instinto, animal amaestrado, manso, peligroso. Avisado estoy. Los veranos en casa de la abuela es el idílico comienzo de este libro, punto de partida de una educación sentimental tirada hacia atrás, desplegada como una toalla sobre la arena caliente. Aquella casa de la abuela constituye un elemento evocador con categoría de mito. Que tire la primera piedra alguien. El sujeto de la enunciación tiene un atávico tic platónico, excusable. De nuevo, a ver quién tira aquí la primera piedra: «Gente a quien el olor del baño obstruido en una discoteca a las cuatro de la mañana le hacía recordar la fragilidad del ser humano». Cuidado. De mito en mito reescribimos nuestra mitología, radiografía onírica del mundo: una sagrada región entre el cuello y la clavícula, un lunar con vocación insular en una piel de trigo, la vertiginosa caída de la espalda hacia un vacío que nos impele a tragar saliva. Nuestras vanas mitologías fueron trabajadas con dedicación de orfebre en el transcurso de una herida mal tapada con un apósito de moralidad y respetabilidad. Ay, Freud. Prosigo. «Sé que, en el fondo, esa búsqueda era la manifestación de una terrible enfermedad: el silencio, la soledad, la falta de comunicación». A partir de aquí empieza lo novelado, la pulsión, las gotas de sudor en la frente, el caramelo tras tirar el envoltorio. Conforme avanzo tengo la extraña sensación de que lo mejor era el envoltorio. Entre la curiosidad y la decepción, de la primera a la segunda, pasando, noqueando como un corte horizontal los picos de excitación. Recuerdo entonces El origen del mundo, esa calculada obra maestra de la sugestión, todo envoltorio rico en colores, inacabable, que atrapa como tela de araña pero que no llega a mostrarse, apenas se insinúa como presencia en un bosque. Y me acuerdo de Mallarmé: nombrar un objeto equivale a perder tres cuartas partes de su interés (sic). Encuentros fortuitos en el metro, alguien que te toca el culo y, claro, se la chupas, una especie de cruising avant-garde, números de teléfono apuntados en el dorso de tarjetas de crédito, habitaciones de hotel, directores de periódicos, directores de banco, antiguos amigos, guías turísticos en Perú. Lo típico. El equilibrio: dos por la mañana y dos por la tarde. Polvos. Días, semanas frenéticas de exclusiva dedicación que casi dan pereza. Hay que forzarlo mucho para eliminar los tiempos muertos: no hay tregua, noventa minutos de idas y venidas, como si cada día fuera una final de Champions. Qué diablos. Episodios orgiásticos de noche en un cementerio, con escenas que pretenden ser lúgubres y resultan cómicas. Y así. Isabel Blare: Unamujersola. Apunte este libro quien tenga inclinación por las historias con trastornos de tipo sexual acompañadas de sadomasoquismo y autodestrucción. Quien quiera leer algo que verdaderamente disloca vértebras lectoras sin pasar un rato de vergüenza ajena.
Todo se vuelve predecible, grandilocuente, infantil. Lleva tiempo oliendo a decepción y ahora pesa el tiempo invertido. Aunque no he llegado como con Frédéric Beigbeder (13,99€), que lo terminé. La ninfómana ofreciendo su teoría del universo en consonancia con sus ganas de follar o escribiéndole a su abuelita para pedirle consejo sobre su último crush. Todo se vuelve muy ESO, muy de decir palabras como guarra o correrse, eso sí, cerca del ombligo, ahí donde mira una escritora de éxito: motivo para estar prevenido doblemente.
El personaje psicótico, aquí en la variante sexual, hace pensar en el American psycho de Bret Easton Ellis o en el luchador desdoblado de Palahniuk en El club de la lucha. Incluso en el Fassbender de la película Shame. Pero aquí no hay laceración, es decir, no parece haber conflicto. Al contrario, el personaje y su conejito muestran unas ínfulas de trascendentalismo que ni Emerson. Lo confieso. Me rindo. Conste que lo he intentado.

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«Querida Mami:
Te escribo esta carta para decirte que ayer por la noche he visto las estrellas. De cerca. Sí. De ceca. Hasta casi todo una con la mano, pero era fugaz y se fue volando. En fin, Mami, lo que te quiero decir es que ayer he tenido uno de los mejores revolcones de mi vida. Pensé que te haría ilusión saberlo. Me metí en la cama con un hombre que sólo había visto dos veces, y que conocí por casualidad en un banco. [...] Yo le había advertido que no estaba preparada para eso, precisamente esa noche, porque me acababa de llegar la regla. Ha sido todo menos higiénico... ¡Qué vergüenza! Pero él me dijo que, a veces, la excitación es superior a las circunstancias, y que hay que dejarse llevar. Entonces accedí. ¿Erais así de guarros en tu época de jovencita? [...] ¿Qué tengo que hacer? Si me vuelve a llamar, ¿crees que tengo que volver a verle? Dime algo, por favor. Necesito tus consejos.»


«Son las cuatro de la tarde y Cristian no me ha llamado ni me ha mandado mensajes. ¡Joder! No paro de pensar en él durante todo el día. ¿Me estaré enamorando? [...] Mi cerebro va a mil por hora, y no paro de divagar sobre lo que estará haciendo él en un día tan soleado. ¿Estará en la playa con los mismos amigos que encontramos en la discoteca, riéndose de mi manera de abrir los dedos de los pies cuando me he corrido?»

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