Literatura caníbal

En el relato «Superviviente», más allá de ese striptease macabro y caníbal (recordemos: cirujano, casualmente equipado con cantidades industriales de heroína, naufraga en una isla desierta y sobrevive a base de amputarse y comerse sus miembros), encontramos que un hombre decide escribir para matar el tiempo. También para mantener la cordura y, de paso, para dejar algún testimonio de sus insólitas peripecias. Puede que el resto de la historia sea paja.

El sentido de la escritura parece estar detrás de una trama reducida a grosera huida hacia delante con el reclamo del género gore en un contexto robinsoniano. La soledad no es tan buena, parece decir. Ni la muerte para tanto. Mientras se pueda contar

A veces es necesario hacer un elogio de la ebriedad terapéutica, casi curativa. Una ebriedad literaria sin brillo, de latón, pero ebriedad al fin y al cabo. La historia, por pura incapacidad de encontrar un final, se desinfla y ve caer abruptamente un telón de paroxismo y feliz indiferencia. Todo encaja: cuando la cordura que proporciona el acto de escribir deja paso al delirio, el relato debe terminar. Las palabras del náufrago se adelgazan, embarran, quedan tullidas, a imagen de una voz interior disfrazada de cinismo, rescatada de abismos freudianos (padre muerto, repudiado e interpelado en las últimas horas, heroína, canibalismo), hecha a medida de esa literatura que Gonçalo M. Tavares ha llamado para cansados. Literatura para cansados en la era del cansancio.

Cabe decir que el lector entra en el juego de la ficción porque quizás espera que en algún momento la propia ficción cumpla un pacto de honestidad. Una honestidad bidireccional entre autor y lector pero también del lector consigo mismo. El pacto tiene que ver con esa literatura con un punto caníbal: para seguir adelante hay que ir mutilándose. Ahí reside la honestidad. 

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