Teoría de la gravedad, Leila Guerriero


Me da por pensar que la literatura, cuando hace cima, es un subórgano de la vista. Y esta una delegación del oído. Escucha, mirada, literatura. Ese es el orden. Herramientas sensoriales para dar soporte a una brisa que no puede o no debe ser puramente racional. Leila Guerriero bien lo sabe. Su manera de abordarse, de explorarse y de comprenderse, más allá del perdón o el reconocimiento, interpela a la raíz, bebe de las fuentes, o juega a hacerlo, fuentes literarias y personales. La memoria es la nuez dentro de la cáscara, que sería el procedimiento, el estilo. Direccionar el propio anhelo hacia ese interior que está fuera de nosotros (en el otro que nos conforma y nos confirma) y traerlo de vuelta al mundo de las cosas que podemos ver, oír y leer. Ese íntimo activismo de rescate al náufrago que somos, con honestidad y con valentía, es lo que le debemos elogiar.

Y esa agudeza crónica, esa obsesión viscosa por la nada, su existencialismo que en la derrota encuentra un asidero. El arte nos ayuda a formular mejor las preguntas, nunca a responderlas. Leila parece autoconsciente hasta lo insoportable, su escritura se vuelve hacia sí misma, se contiene como una pequeña bola de fuego al borde de lo impenetrable. Apela al misterio de lo que es rabiosa y pura sencillez, y eso siempre es una celebración del lenguaje que se hace carnal para poder ser atravesado con luz y tinieblas.

Estampas brevísimas, precarios intentos de salvación o descargas eléctricas inasumibles con una sola lectura, o con una mera lectura analítica, estas atípicas columnas son inspiradas rarezas literarias irradian una intensidad que no se deja apresar, que exige lentitud y profundidad, adentrarse en un pozo lo exige. Uno no va a ver cualquier cosa, va a ver el límite, el fulgor, la propia vida desmembrada, y va a sentirse eso, con humildad, con asombro y con gratitud, aunque se certifique la distancia insalvable con el otro, la singularidad de especie, la soledad que somos, la fragilidad que nos hace tambalear y que también nos pone en marcha, en el camino, «porque la gente no salva a la gente: la gente se salva sola», o en los pequeños y memorables renacimientos de cada día. Esta miscelánea con hechura de diario íntimo nos presenta la escritura como espacio de secretas revelaciones, una odisea de la interioridad para hilvanar de un costurazo verbal los dos mundos, la mirada y la escucha, en uno, el corazón y sus impenetrables zozobras, un libro emocionante por la poeticidad que lo impregna y por lo que convoca y recoge, en hatillo de palabras todo el acontecer del mundo rebotando como loco en el pecho del mundo.


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