El profeta, Khalil Gibran


Frente al conflicto como principio vital, tenemos la conciliación, la complementariedad de lo que solo en apariencia es opuesto. Este doble impulso se observa también como instinto en nuestra íntima existencia, algo que, irónicamente, vendría a refrendar la primera teoría, la de una totalidad inherente y necesariamente conflictiva. En respuesta, la visión conciliadora sonreiría en calma, como viejo lobo de mar, subrayando lo de «en apariencia». El caso es que esta pacífica pugna o este violento apaciguamiento es, o parece serlo, con una terquedad muy humana, el enigma que en su cotidiano desvelamiento se nos resiste. La fatigosa circularidad de nuestro pensamiento que reside en nosotros, pero no solo en nosotros: también espera en el otro. Gilgamesh tuvo a Enkidu; Siddharta tuvo a Kamala y luego a Vasudeva; Almustafá, nuestro profeta, tiene a Almitra. Necesitamos, parecen decirnos, puertas entreabiertas y manos que nos lleven. Necesitamos vías de acceso a la experiencia del ser en el mundo, es decir, a la insospechada amplitud del yo disuelto y desperdigado por el mundo: ese hombre inmenso «del que somos apenas las células y los nervios». El espíritu de Gibran, que bebe de las dos orillas, la oriental y la occidental, se eleva sobre todos nosotros, pero también mora dentro de nosotros. Desde su remota proximidad teje hilos vibrantes de algo que vagamente reconocemos como presentimiento: una nostalgia invertida, una puerta entreabierta. Sentimos, entonces, por nuestra lengua la savia ancestral de un eterno nacimiento. Y entendemos de pronto que, aunque solo «en apariencia», precisamente de eso se trata.

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