De la máquina, Alberto Lema
De la máquina
Alberto Lema
Cabayo
de Troya
2012
Haz un cóctel con V de vendetta, El club de la lucha, La
sociedad del espectáculo y algo de Baudrillard, por ejemplo, La sociedad de consumo. Añádele ese
conglomerado -ya institucionalizado gracias, en inversión perversa, a su
supuesto cuestionamiento- de recientes situaciones “televisivas”: Sánchez
Gordillo llevándose carros llenos de comida de un Mercadona, el sinfín de
desahucios que dejan de ser titular en la prensa, manos acusadoras apretando
gatillos acusadores –e imaginarios- contra la parte más visible de algún banco,
la crónica de filtraciones de Wikileaks y su esfinge Assange. Añádele también
referencias épicas a Robespierre, a la Reacción de Thermidor, el sustento
ideológico que inspira la historia. Por último, un ingrediente de cibernética y
virtualidad, Second life, encuentros
personales cimentados en salas de chat donde también se conjuran grupúsculos de
elegidos por una Máquina para hacer volar el sistema. Y, para terminar, un
contexto cercano –sobre todo al autor, gallego-, las calles, centros
comerciales, bares y antros de Santiago y Vigo. El resultado es De la máquina, autoproclamado relato de política-ficción (p. 157),
novela de lugar y circunstancia que, a través de una verdad inverosímil, propone
un discurso encaminado a cuestionar el orden establecido, es decir, nuestra
gran mentira verosímil.
Nadie conoce el
destino de una metáfora. Esta puede ser la traducción de la cita de Francisco
Sampedro con que se inicia el libro. Y una metáfora consiste en una primera
desviación, que no un desvío. El inicio parece centrar la trama en las vidas
más o menos intrascendentes de personajes anónimos con algo en común: el
fracaso. Dificultades de socialización, precariedad laboral y escasas
perspectivas de futuro en unos ya-no-tan-jóvenes protagonistas que, además,
sufren de lleno la cosa generacional.
Hay desencanto expresado desde un narrador flotante que igual se mete en la
cabeza del nerd, del torpe policía
gallego o del agotado trabajador en unos almacenes.
En uno de los
numerosos diálogos y reflexiones sin desperdicio que le dan chispa al libro,
alguien habla del amor como parálisis. Tanto las personas como los sentimientos
que suscitan están sujetos al devenir y esto equivale decir que están condenados
a cansarse, a gastarse. Frente a este cansancio, que afecta a todos los órdenes
de la vida, el amor solo puede pervivir en la parálisis, en el mito imposible
de un tiempo detenido. Es posible que Alberto Lema, sabedor de que el cambio
comporta otros cambios, esté llevando a cabo con este libro una revolución
derrotada de antemano: la que se obstina en la búsqueda de un tiempo perdido.
Pero las
circunstancias de esta metaficción son muy concretas. Y ese sabor a fracaso,
que impregna lo personal, lo laboral y, cómo no, lo ideológico, es producto de
una falta de rumbo no sólo generacional, sino también histórica. La historia a
la que pertenecemos que nos ha enfrentado a un monstruo capitalista demasiado
difuso y demasiado capcioso para hacerle frente. Esto va de dinero. El dinero irrumpe como
obsesión, por su ausencia o su presencia, porque es la única vía de acceso al
mito capitalista de la felicidad que perseguimos incluso cuando amamos. En uno
de los minicapítulos que conforman este libro se presenta la situación de
Estevo y Sabela, una joven pareja que asiste al desgaste de su relación por la
utopía inaccesible de una vida digna: “casa
propia, coche, hijo y hasta ocasionales vacaciones o fines de semana en
Portugal” (p 57). Finalmente, la pereza, el cansancio y la ansiedad han
llegado a erosionar su vida de pareja. Es una culminación: el capitalismo
fiscaliza incluso el deseo.
El narrador, ese
ente voluble, se pasea por los personajes de este libro como por una prisión de
mentes que ven la ilusión al otro lado de los barrotes. El sentido de la incapacidad es abrumador en esta macabra metáfora de
nuestra sociedad: “Recordemos aquel juego
de las sillas en el que se dan vueltas alrededor de una serie de bancos
dispuestos en círculo, un ensayo temprano de la vida en la selva futura:
siempre había una menos, siempre alguien que se quedaba fuera. Este juego podía
permitir que hubiera una especie de tullido moral incapaz de interiorizar, por
defectos de su educación, la obligación de la competencia” (p. 62).
Y aquí entra en
juego la Máquina, ese otro ente voluble, un programa de ajedrez que, tras una
significativa toma de conciencia, “huye” –cibernéticamente, se entiende- y
comienza a reclutar soldados para una batalla que se libra justo ahí, en la
conciencia: “… es necesario actuar. Pero
todo entra por los ojos. Exacto: una pedagogía” (p. 67). Esta máquina,
moderno programa informático con conciencia, es también esa machina del teatro clásico que
introducía una deidad de fuera del escenario para resolver una situación. Aunque no haya pleno convencimiento de
nuestras posibilidades: “Pero yo sé que
no hay mal con mayúsculas, como tampoco habrá redención que libere a las
minorías de la tiranía de la mayoría” (p. 131). A pesar de ello, hacerlo
desde las raíces. Así lo entiende una Máquina cuando toma conciencia de sí misma en un gesto parecido a esa apropiación
de nuestro tiempo que reclamaba Débord en los sesenta. Ser dueños de nosotros
mismos. Una máquina consciente: un hecho tan inexplicable como el nacimiento de
la vida en la tierra. La Máquina simboliza al hombre adueñándose de su propia historia. Por eso esta Máquina
seduce y, literalmente, enamora a los reclutados para su causa: “La Máquina no pretende seducir, pero es una
seductora (…) Sólo recuerdo que una vez escribió no es imprescindible la
injusticia, algo por el estilo. Creo que, simplemente, no podía aceptar la
injusticia, no entendía su existencia. Supongo que hace falta ser humano para
entenderlo” (p. 183). El asunto es este: una máquina no puede entender el
concepto de injusticia porque esta, la injusticia, es algo humano. De esta
manera, y por paradójico que parezca, la Máquina resulta más humana que el
hombre. Por eso enamora.
Este deus ex machina viene a hablarnos sobre
un problema de injusticia y otro de incomunicación, que acaso sean el mismo: la
falta de humanidad. Necesitamos al otro, a ese otro que mantenemos a distancia,
si no lo aniquilamos directamente por ser otro; lo necesitamos para ser
nosotros mismos. Así, “de isla a isla”: “Esto
era lo que esperábamos: que el otro desvelara lo que desconocemos de nosotros
mismos, la herida oculta, y que después de pronunciar su nombre algo se
desatase en nosotros, una curación. (…) Disculpa tantas palabras, este amor que solo fue una lucha
desesperada por amar”. (p. 187)
Entrevista a Alberto Lema en Culturamas.
Entrevista a Alberto Lema en Culturamas.
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