Sendino se muere, Pablo d'Ors

Con todo lo que tiene de hagiografía o de panfletillo, hemos de confesar que, hasta cierto punto (si es que esto admite grises), obra el milagro: ponderar la fe, administrar un consuelo hipotético, prospectivo, darnos aviso de que encarrilarse (de nuevo) es una tarea incesante y aún, quizás… Pero qué hacer con el cinismo, con las pequeñas mezquindades de cada día, con esas sombras de la que no sabemos ni queremos prescindir. D’Ors, por cierto, parece aquí –perdón por el sacrilegio– mejor orador que escritor. Aunque también pudiera ser que haya ido afinándose hasta su reciente y luminosa Biografía de la luz. O también pudiera ser que se desenvuelve mucho mejor en la exégesis que en la pura ficción. Aquí coqueteamos con la santurronería, la franca admiración o la militancia espiritual, se solaza d'Ors por un esencialismo que le hace prescindir –él sí puede– de casi cualquier herraje narrativo o estructural. Su «yo conocí a Sendino» podríamos enunciarlo también de tantas otras formas que, en definitiva, en esencia, vendría a acercarnos a esa vaca panzuda y sonriente que damos en llamar fe, amor, Dios o esperanza. Ojalá todos conozcamos a Sendino. 


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