Vivir con nuestros muertos, Delphine Horvilleur

La escritura de Delphine Horvilleur es hábil y muy cuidadosa. Una escritura que hace de la hermenéutica, más que un recurso, una orfebrería y un carácter: es una hermenéutica histórica, cultural, religiosa y, cómo no, íntima. La voz de Delphine, conciliadora, vigorosa y solvente, crea una posibilidad de armonizarnos a salvo de la rigidez del dogma o de la pirueta en el aire que suele ser la fe. En la línea de Pablo d’Ors y su sincretismo trascendental, esta rabina laica obra y habla con una delicadeza y una inteligencia suficientes para agradecer su compañía y procurársela como quien va al consuelo.

Cuenta precisamente Pablo d’Ors que durante sus años como capellán hospitalario le pidieron una lista de cien libros que ayudaran en el tránsito hacia la muerte y que únicamente dio uno: El principito. Pues bien, con este ya podría dar dos. Al revisitar su propia identidad a partir de la identidad y de la historia de los demás, Delphine Horvilleur nos invita directamente a hacer lo propio. Esta propuesta, delicada y serena, es irrechazable. Su capacidad para hilar un discurso colectivo y hacernos acreedores de él es también de una factura casi impecable. Leer a veces consiste sencillamente darse a la lectura, abandonarse a y en ella, emprender un regreso a la conciencia primera de las cosas, cuando el jardín nos cobijaba en la inocencia, sintiéndonos más acompañados cuanto más sentimos el extravío y, probablemente, la culpa.


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